Hace 2 años yo volaba en globo por Capadocia, Turquía profunda, tomando aire para hacerme fuerte y poco más grande.
En cada exhalación dejaba caer mis temores a lo imprevisto, al manejo técnico del piloto del globo e incluso al temor acumulado por los otros 10 u 11 pasajeros que íbamos en el aparato. Y el aparato subía y subía movido por un juego frágil de fuego, aire/ aire y fuego. Al mismo tiempo, y dado que el costo de este viaje era significativo, quería aprovechar cada segundo de la elevación, el viaje, las fotos del amanecer, las figuras de las piedras, las piedras hechas figuras y el aterrizaje…
Hoy quizás no vuelo en Santiago, pero con los pies bien puestos en la tierra, sobre dos ruedas, tuve una experiencia tan memorable como aquella. Fue breve, como el viaje en globo, como el tiempo que te tardas en dar un beso, en comerte la mejor uva del mundo o el tiempo que dura un tulipán.
Iba yo en bicicleta bajando por calle Echeñique, en Ñuñoa…el cielo a esa hora de la tarde mostraba más nubes que sol, nubes de esas guatonas e infladas, hermosas. El aire del camino no impedía ir mirando árboles, reconociendo casas, estilos de vida, tiempos privados que, como yo, iban en continuo movimiento:mamás con guaguas en coche, trotadores fosforescentes y repartidores de bebidas, pasaban como rayones en medio de las imágenes más inmóviles de iglesias, puertas de edificios, árboles en flor, plazas de esquina y almacenes, tapicerías, reparadoras de muebles, muros rayados, carnicerías, peluquerías con nombres de mujer.
Lo simple también permite volar…
Porque solo desde la tierra puedes levantar la vista hacia el cielo, y volar.
MEG