Es San Valentín, santo de los enamorados. Y como es más sabroso hablar de amor con los dedos embetunados de chocolate, picoteando la uva o después de comerse unas machas a la parmesana con las manos, yo lo celebro con palabras que unen cocina y amor.
¿Cuánto amor? ¿Cómo medimos los recuerdos y los aromas que se entremezclan en cada instante? Varios estudios dicen que pensamos en comida, al menos, 20 veces al día. Suficientes para transformar a la comida en un eterno presente. Pero cómo medir y cómo poner en una receta aquello que no se escribe en ningún libro de cocina como la invaluable “pasada” del dedo en la crema recién batida por tu mamá. La primera cucharada de esa sopa invernal que nos quita el frío. El sorbo de chocolate caliente y humeante después de una travesía por los fiordos patagónicos. El brindis de nuestro cumpleaños nº 50. La primera vez que hicimos un queque y no nos movimos de la puerta del horno por miedo a que se quemara…¡Y no se quemó!
Antes de seguir divagando sobre amor y cocina, quiero hacer un ejercicio: pensemos en nuestros platos favoritos…dulces o salados, antiguos o recién probados. ¿Qué se nos viene a la mente? Si no me equivoco – y espero que no – junto a ese pensamiento habrá una persona querida al lado. Mi punto es que no hay viaje memorable sin una botella de vino o una caja de dulces en la maleta para compartir con alguien. No hay álbum familiar que no tenga una foto que nos reúna en torno a una parrilla, una mesa o la torta de un cumpleaños. Así pues, no se trata de cómo revolvimos la olla ni de cuán fino picamos la cebolla, lo que nos queda y hasta se va reversionando con el tiempo, es lo que sucede después: disfrutar una conversación de amigas, abrir la botella de un vino carísimo un día miércoles cualquiera o revivir la receta de la tía regalona y recordarla. En todas esas pizcas de recuerdos y rituales, perseguimos la huella del cariño de alguien. Nos hacen suspirar. Nos hacen volver a la cocina.
Tu receta, mi receta, nuestra receta
Creo que todos los que alguna vez hemos cocinado hemos experimentado el proceso que quiero comentar: comenzamos siguiendo las recetas al pie de la letra, dudamos, nos sentimos inseguros ante cada medida y ante cada minuto que dejamos algo en el horno o en la cacerola. Volvemos cada 3 segundos a la receta y, si podemos, llamamos cada 3 segundos a la mamá para ratificar el punto de cocción o el posible reemplazo de un ingrediente por otro. Pero con el paso de la práctica nos vamos relajando y comenzamos a improvisar y a crear, al punto de que hacemos “nuestra” la receta. Y es en este punto donde – no sé si les pasa a todos pero a mí me pasa – comenzamos a pensar y de alguna forma, a dedicar ese plato, de ese día, en ese momento, a una persona querida. Así, por práctica o por ensayo, la cocina nos va llevando con cariño y entrega a un ser querido.
Amor familiar
Del amor familiar la cocina se nos llena. Pero también quiero abordar cómo el amor al país o la tierra nos devuelve a nuestra tierra. Soy chilena. Viví muchos años fuera de Chile y la nostalgia estaba inevitablemente relacionada a la cocina. Suspiraba al solo oír la palabra lúcuma, chirimoya alegre, pan con palta o machas a la parmesana. El mundo se globalizó y es cierto que en muchos lugares podía ir a comerme una empanada, pero nunca era lo mismo. Así es que iba guardando esos momentos preciados para cuando regresaba de vacaciones a mi país. Fue un proceso tan mágico que hasta debo confesar que terminé amando platos caseros que despreciaba como el charquicán y valorando al infinito los verdes intensos de la ensalada de porotos verdes que hace mi mamá.
Por lo mismo, no es casual que muchas de las mejores escenas del cine giren en torno a una mesa o al acto de compartir un plato: de las más recientes recuerdo el documental La Once de la chilena Maite Alberdi que recoge el clásico tecito de la tarde – llamado en Chile “Once” La Once – trailer– de un grupo de mejores amigas del colegio hoy sexagenarias. No hay algarabía ni grandes platos sobre la mesa, pero hay amor, complicidad, cierta rutina y amistad a raudales.
Tampoco es casual que en mi experiencia como periodista, cada vez – y no exagero – que entrevisto a un cocinero o alguien relacionado a la gastronomía, y les pregunto por su plato favorito o las razones por las cuales se han convertido en lo que son, siempre profesionales destacados como Jordi Roca, Virgilio Martínez, Harry Sasson, Juan Morales, Tomás Olivera, Alex Atalah o Leonor Espinoza, por mencionar algunos, la respuesta los lleve a entornar los ojos y acordarse de sus madres, sus abuelas o de las bondades de sus respectivos países. Son ejemplos pero vale para todos nosotros, que no somos chefs. Recordar a la familia, rendirle tributo y seguir una tradición; pero también amar su país y los productos de su tierra parece que es parte del ritual de cocinar y del acto de amar. Y eso no tiene recetas, ni es necesario estudiarlo porque viene del corazón cotidiano. Lo bueno para todos, humanos que somos, es que cada día, al menos 4 veces al día, ese cariño llega a nuestra mesa en forma de entrada, fondo o postre. Eso es amor.
Para celebrar San Valentín, aunque estén solos, recuerden comer rico hoy, dar abrazos y repartir mucho amor en cada plato, taza o cucharita.
MEG